«La arena se deslizaba gentilmente por las dunas. El aire, reseco tras muchos kilómetros de duro calor desértico, levantaba pequeños tornados de arena que desaparecían tras pocos segundos de guerra contra su propia existencia. El cielo, azul, sin nubes se extendía hasta el horizonte, sin dejar tregua a un sol que hacía todo lo posible por realizar el trabajo para el que había sido creado. Varios insectos luchaban por esconderse tras haber perdido la noción del tiempo y haber dejado escapar el resguardo de la noche que hacía posible su propia supervivencia y ahora el calor amenazaba por calcinar su pequeña consciencia.
Entre todo ese alboroto de fuerzas naturales básicas avanzaba, a paso lento, un pequeño barbudo, decidido a alcanzar su destino, tozudo como cualquiera de su raza, con el paso firme y seguro que confiere haber estado ante el peligro durante mucho más tiempo del necesario y saber que todo aquello que ahora oscila a su alrededor solo es algo pasajero, inocuo, desde un punto de vista que roza la inconsciencia, la propia locura.
Llevaba mucho tiempo caminando por las tierras áridas. El tiempo suficiente como para empezar a sentirse cómodo, como en su propio hogar. Algo que cualquiera que no hubiese nacido bajo el sol abrasador del desierto habría considerado como demencia. Los labios resecos empezaban a clamar por el sustento natural de todo ser vivo y el paso cansino empezaba a denotar que su ser estaba empezando a llegar a la linea natural que reclama el declive de la propia existencia. Pero rendirse ahora sería como aceptar que estaba equivocado, que todo por lo que había luchado era igual de consistente que la niebla matutina, real a primeras horas pero inconsistente e intangible conforme el día iba despuntando. Algo que ahora mismo no estaba dispuesto a admitir. Algo por lo que prefería morir.
Paso a paso, siguió avanzando. Sin mirar atrás. No merecía la pena. Lo había hecho tiempo ha y solo había podido ver como sus huellas desaparecían metros allá, sepultadas por la propia arena. Ahora solo podía mirar hacia delante. Hacia un horizonte lleno de ondulaciones amarillentas y un cielo claro, que hacía que todo a su alrededor pareciese interminable. Pero allí es donde se encontraba su futuro.
Durante cierto tiempo el pensamiento pesimista del fin de la propia empresa se instaló en su mente. Pero fue derribando uno a uno todos los pilares que hacían considerar que no merecía la pena luchar por aquello por lo que viajaba y simplemente siguió caminando.
Pasaron días, semanas. El calendario dejó de ser una forma fiable de medir el tiempo. Pero al final llegó a su destino, o al menos al destino que él creía que debía llegar, al tiempo que él mismo podría haber sido considerado una sombra de lo que era al empezar el viaje.
En una duna, en medio de un mar de ondulaciones, se erguía una pared de roca. Desde cualquier otro angulo podría haber pasado inadvertida. Pero desde la dirección en la que él llegaba era claramente visible, como si le invitase a encontrarse con ella.
A la izquierda de donde se encontraba, una pequeña oquedad daba a entender que ese era el camino por el que debía continuar, por el que debía encontrarse con su destino, por lo que debía seguir avanzando.
Entró por el pequeño agujero. Al principio estrecho, como los túneles secundarios de las minas con las que estaba familiarizado desde hacía lustros. Pero poco a poco fue ampliándose. Dando paso a una pequeña calzada y columnas de piedra caliza que sujetaban el propio túnel. Todo resultaba demasiado oscuro para unos ojos normales, pero para él era como moverse a la luz del día, de hecho, resultaba más cómodo que moverse a la luz del sol.
Siguió avanzando durante metros, quizá kilómetros, hasta que el camino desembocó en una pequeña sala. No tenia más parafernalia que las propias columnas, idénticas a las del túnel, que adornaban la estancia a pocos metros de las paredes de roca. Y, en medio de la sala, había un pequeño altar. Sencillo, sin adornos. Simplemente un par de rocas talladas burdamente para formar una pequeña columna y una pequeña mesa, en el que reposaba una pequeña lampara hecha de lo que a simple vista parecía cobre y latón.
Se acercó tímidamente, con el recelo con el que se caracteriza el estar a punto de conseguir aquello por lo que has estado luchando tras tanto tiempo pero, por un momento, piensas que no mereces lo que estás a punto de conseguir.
Poco a poco, una mano fue alzándose para alcanzar el premio que se posaba en el altar. con manos temblorosas la cogió por el asa y la alzó en la negrura de la cueva. Sus ojos escudriñaron su forma y, al instante, supo que hacer.
Abrió la boca, reseca por el calor y la sed, y dejó escapar débilmente el aliento. Sacudió su camisa, liberando así toda la arena que había acumulado durante su travesía y, frotó.
Nada.
Volvió a repetir el proceso.
Nada.
Tras varios minutos de insistente limpieza, la pequeña lampara había recuperado su antiguo esplendor y, de haber habido luz, habría resplandecido. Pero, lo único que había sucedido era nada.
No había frustración. No había pesadumbre. No había tristeza, ni siquiera rabia. Simplemente cansancio.
Sacudió los restos de tiempo que habían quedado impregnados en su camisa y la pasó por el pequeño altar y, una vez adecentado, colocó la pequeña lampara en la misma posición en la que la había encontrado.
Tras esto, se sentó a unos cinco pasos del mismo. Era algo que no había hecho en muchísimo tiempo. Cruzó las piernas y se quedó mirando el pequeño altar. Habían muchas preguntas, pero solo una única respuesta: nada.
Cerró los ojos y meditó.
El tiempo empezó a deslizarse a su alrededor, pesando como nunca había pesado. Hasta que, de repente, algo que no era oscuridad empezó a clavarse en sus parpados. Era muy débil, prácticamente imperceptible, pero la lampara tenía un halo de luz azulada. Esa tipo de luz que solamente sirve para acentuar la oscuridad.
Lentamente, como si quisiese desperezarse, pequeñas volutas de humo empezaron a surgir de la lampara, cayendo, perezosamente. Primero por el altar, luego hacia el suelo. El humo tenía el mismo halo que la lampara, casi un brillo espectral. Poco a poco empezó a inundar todo el suelo de la estancia, pasando a su alrededor.
La caverna parecía estar creciendo por momentos. El techo y las paredes ya no eran visibles ya que el resplandor que surgía del propio humo había hecho que, más allá del altar y las propias columnas, ahora solo existiese la nada.
Lentamente, como quien despierta tras una noche de sueño profundo y sabe que no hay prisa, el humo empezó a alzarse. Y, de él, surgió una forma. Al principio inconsistente, casi translucida, pero al poco el humo fue desapareciendo para dejar paso a medio cuerpo.
El humo brotaba de su cintura y, por encima de ella, unos brazos como troncos permanecían cruzados, expectantes. Sus ojos, profundos como la misma eternidad, estaban clavados en la figura que permanecía sentada delante de él. Ambos se miraban, nadie parecía querer pronunciar palabra.
Durante unos instantes que parecieron siglos, ambos permanecieron estáticos. Solo el fluctuar del humo delataba el hecho de que ninguno de los dos eran estatuas. Y, con mucho esfuerzo, con una voz reseca parecida al ruido que produce la arena al golpear las rocas cuando es transportada por el viento, el barbudo preguntó:
– ¿Quien eres?
Una voz surgida de ningún lugar pero a la vez procedente de todos sitios contestó:
– No soy nadie, mi nombre no importa, mi existencia no importa, simplemente estoy aquí. Y cumpliré aquello que más desees. Pero solo haré realidad tres peticiones.
– ¿Que puedes conceder?
– Para tus ojos, mi poder es ilimitado. Para tu existencia, podría ser considerado un Dios.
– ¿Cuanto tiempo llevas aquí?
– Mas tiempo que épocas puedes llegar a pronunciar. Y ahora, ¿que es aquello que más deseas?
Permaneció inmóvil, pensativo. Y con el mismo hilo de voz deseó:
– Deseo poder comer y beber todo aquello que más quiera.
El genio, sin inmutarse, separó uno de sus brazos y, mirando fijamente al barbudo, chasqueó los dedos.
Una mesa apareció delante de él, vacía. Y junto a la mesa, una silla. Se incorporó lentamente y avanzó con paso tambaleante hacia el lugar que el genio había preparado para él. Se sentó. Y, en el mismo momento en el que se arrimó a la mesa, un vaso y un plato vacío aparecieron delante de él. Poco a poco fueron apareciendo manjares de todo el globo. Comidas raras, exquisitas. Cosas que nadie ha imaginado que podrían ser ingeridas. También aparecieron cosas caseras, de personas que habían desaparecido hacía ya mucho tiempo…
Bebió de todo tipo de líquidos, cada uno perfecto para la comida que estaba degustando en ese momento. Y poco a poco fue recuperando su ser.
Cuando hubo acabado, se levantó y quedó de pié mirando al genio. Sin pronunciar palabra.
La mesa y la silla desaparecieron sin que el genio tuviese que hacer ningún movimiento. Y de repente la voz volvió a resonar por toda la caverna.
– ¿Que más deseas?
Durante otra pequeña eternidad se contemplaron sin pronunciar palabra.
– Deseo pasar un año en algún lugar. Un lugar en el que creas que se pueda pasar un año apacible, sin preocupaciones, simplemente disfrutando de existir. Un lugar en el que tu quisieses pasar un año. Y deseo que me acompañes.
Con la misma parsimonia que la primera vez, separó uno de sus brazos y chasqueó los dedos.
La caverna desapareció. Y ahora solo había un valle. Con un rió pasando por la zona más baja y una pequeña casa en una colina. Rodeada de arboles. Con vistas que harían encoger a cualquier corazón.
Durante ese año el barbudo existió, disfrutó de la vida tranquila, sin preocupaciones. Pescaba, cuidaba un pequeño huerto, leía y le hablaba al genio. El cual, durante todo el año no pronunció ni una sola palabra. Fue un año apacible en el que, sencillamente, no pasó nada pero a la vez pasó todo.
Y, un día cualquiera, el genio chasqueó los dedos y la caverna volvió a aparecer.
Volvieron a la misma posición, ambos mirándose, inmutables. Y el barbudo preguntó:
– ¿Que es lo que quieres hacer?
El genio, enarcó las cejas y, durante una milésima de segundo, un brillo apareció en sus profundos ojos, algo casi imperceptible, pero era el primer gesto, la primera emoción que el barbudo le veía tener y, tras un año sin escuchar ni una palabra, contestó:
– Quiero acompañarte.
El barbudo esbozó media sonrisa oculta por la frondosa barba y simplemente dijo:
– Deseo concedido.»